De mis muchos viajes por el mundo me gusta recordar uno en especial, la aventura en la tierra de la luz escondida. Las gentes de aquel lugar poseían talentos que desconocían, pero a poco que el viajero se paraba a observar se podía distinguir con facilidad el tintineo de una luz en su interior, como el baile de la llamita de una vela que quiere hacerse grande y alumbrar a cuantos la rodean.
En
este lugar vivía la niña Yumara. La llama interior de esta niña se veía arder a
kilómetros de distancia, aún no la conocía y ya podía distinguirla en el
horizonte. Después me di cuenta de que no lucía con la misma intensidad en todo
momento, se hacía gigante cuando Yumara soñaba, pero no cuando dormía, sino
cuando soñaba despierta. Era capaz de crear mundos maravillosos con su
imaginación y con ellos devolverle la ilusión a la personas que la habían
perdido, era un don extraordinario. Sin embargo Yumara a veces no era capaz de
controlarlo y el mundo que creaba se hacía tan grande que la devoraba, la
engullía por completo, era como si desapareciera de la realidad: pasaba las horas
con sus dibujos, su música… en un ensueño que parecía no tener fin.