Aquella tarde
estaba Guiomar jugando en el parque con su amigo Sancho. Sus papás les hacían
señas para que dejaran los columpios, se estaba haciendo de noche y había que
volver a casa,
G: Date prisa Sancho, que nos están llamando.
Le dijo Guiomar a su amigo mientras se deslizaba por el tobogán.
S: Ya voy, ya voy, espera un momento, a ver, ya
casi lo tengo. Contestó Sancho muy concentrado. Se le habían desatado los
cordones de los zapatos y estaba intentando anudarlos tal y como le había enseñado
su mamá, pero llevaba pocos días atándoselos él solo y aún le costaba un poquito.
Al cabo de un
rato Guiomar escuchó reír a su amigo, no era una risa cualquiera, estaba
literalmente tronchado de la risa, corrió a su lado y lo encontró revolcándose por
el suelo en plena carcajada.
S: Mira, mira que gurruño me ha salido, es un
desastre, ja, ja, ja…
Sancho no había
conseguido atarse los cordones, en lugar de eso, había construido una madeja
que le amarraba al tiempo los dos zapatos, por lo que al intentar ponerse de
pie se cayó al suelo de culo y le entró un ataque de risa que enseguida contagió a
Guiomar.
A Sancho le
encantaba reír, de hecho solía tener al menos dos ataques de risa cada día. Su
risa era especialmente sonora cuando algo no le salía bien, por eso le gustaba
aprender cosas nuevas, porque hasta que lo aprendía ocurrían cosas muy
divertidas, como aquél lío de cordones. Después de la risa se quedaba tan
relajado, que entonces ya veía con claridad cómo resolver el problema, así que
deshizo la madeja y aunque aún no le salió una lazada fuerte pudo atarse los
cordones.
S: En mi casa me llaman Sancho Pancho, porque
siempre que me equivoco en algo me da la risa y me quedo tan Pancho.
G: ¡Qué bien, yo voy a hacer lo mismo cuando no
me salgan los puzzles! Respondió Guiomar.
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